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CATEQUESIS III: Creo en Jesucristo

CATEQUESIS III: Creo en Jesucristo

27 de Enero de 2015 -
Creo en Jesucristo, su Único Hijo,
Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.
       
        El Credo nos enseña a reconocer que la salvación de cada ser humano ha sido una admirable enseñanza del amor misericordioso de Dios por nosotros. Desde toda la eternidad ha querido hacernos hijos suyos, que participáramos de su vida y liberarnos del pecado y de la muerte. La manera es haciéndose uno de nosotros, igual a nosotros, excepto en el pecado. Todo lo humano ha sido asumido por Jesús en la Encarnación, para que en el día a día podamos encontrarle caminando con nosotros y actuando en nosotros.
 
        El único Hijo de Dios, eterno como el Padre en la Trinidad, al asumir nuestra condición humana, nos ha hecho hijos de Dios unidos a Él. De esta manera, cada uno de nosotros, hemos sido elevados a lo más alto: participar en la misma vida de Dios.
 
Este plan de Dios lo explica San Pablo en la Carta a los Efesios con las siguientes palabras:
 
Él nos eligió en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya
a ser sus hijos
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo
redunde en alabanza suya (Ef 1, 5-6)
 
        El Misterio de la Encarnación explica el resto de los misterios de la vida de Cristo. Al tomar todo lo humano, Jesús se hace representante de todos los hombres y mujeres ante Dios. Ésto es lo que llamamos la condición vicaría de Jesús.  Él es el nuevo y verdadero Adán, el hombre perfecto y modelo de lo que Dios quiere hacer en cada uno de nosotros.
 
       
        La Encarnación es la gran aproximación del Señor a nuestra vida concreta: Él comprende nuestras alegrías, esperanzas, dificultades, sufrimientos… porque Él mismo los ha sentido en su propia carne.
        Jesús sabe lo que es la vida de familia, porque Él  tiene la suya… Sabe lo que es la pobreza, la pérdida de seres queridos, la necesidad de amor y de amar, la paciencia, la enfermedad, la necesidad de descanso y trabajo, el compartir, el regalo de la amistad y el dolor en los abandonos, las contrariedades… Todo eso forma parte de su camino humano.
       
        Alguno podría pensar que Jesús es hombre, pero como es Dios lo tiene más fácil. Eso no es verdad: la Encarnación no es una broma. Jesucristo es totalmente Dios pero también totalmente hombre. Por eso Él sintió como nosotros, necesitó aprender, crecer en sabiduría, en gracia y estatura ante Dios y los hombres (Lc 2,52), se sometió a su padre terreno y a su Madre, como cualquiera. Así lo explica San Pablo en la carta a los Filipenses:
 
 
Cristo, a pesar de su condición divina
no hizo alarde de su categoría de Dios.
Al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo
pasando por uno de tantos (Flp 2,6-7)
 
 
       
        Afirmar la humanidad de Jesús no quita nada a su divinidad, sino todo lo contrario, porque Dios se ha servido de lo sencillo de la vida para decirnos quién es Él.
 
         Ahora bien, era obvio que Jesús fuera libre de todo pecado, ya que la Encarnación forma parte de una misión. Jesús viene al mundo para salvar, para liberar… Él no podría rescatarnos a nosotros de nuestros pecados, de la muerte y llenarnos de su Amor si Él mismo estuviera dañado.
        Jesús estuvo libre de las consecuencias internas del pecado original, es decir, de la inclinación al mal (concupiscencia) para poder vivir en una obediencia y docilidad completa al Espíritu de Dios. Si no fuera así, Él mismo hubiera necesitado un salvador que le libre a Él.    
         Así, la persona que se acerca con confianza a Jesús puede recibir también de Él lo que nosotros no somos capaces de darnos a nosotros mismos por nuestras fuerzas: gozo y consuelo en la prueba, fortaleza en el miedo, amor y esperanza en el dolor, ánimo en el cansancio…
 
        Para realizar su plan de salvación en nuestro favor era necesario que Jesús fuera concebido virginalmente. La acción del Espíritu Santo en María y su perpetua virginidad son la gran señal prometida por Dios para reconocer a su Mesías, de tal manera que negar la concepción virginal es negar la divinidad de Jesús.
 
 Así profetizó Isaías:
 
        Mirad, la Virgen está encinta y concebirá un hijo y le pondrá por nombre “Enmanuel” que significa Dios con nosotros. (Is 7,14)
       
        Aquí entramos en el misterio de María en relación a Jesús.
 
        Si Cristo es el Nuevo Adán, María aparece en la historia de la salvación como la Nueva Eva, es decir, como la mujer que se deja hacer por Dios y acoge con completa docilidad su voluntad amorosa. Esto quiere decir San Juan en su Evangelio cuando María es llamada “mujer”. “Nueva Eva” era también el nombre preferido por los primeros cristianos para explicar quién es María.
       
 
        De esta manera entendemos que si la historia de la humanidad comienza con una pareja, Adán y Eva, la nueva humanidad también comienza con un hombre y una mujer, María y Jesús.
        
        Él no quiere hacer la salvación del mundo sin la colaboración de su Madre.
        Jesús quiso necesitar del profundo y generoso de una criatura humana, en la que Él pudiera desbordar los méritos de su redención y salvación. Ese lo encuentra en María. Si Jesús no hubiera salvado definitivamente a nadie… ¿podemos decir que es el Salvador? Pero en María descubrimos el plan de Dios realizado plenamente: la liberación del pecado, la vida en fe, esperanza y amor constantes, la participación final en la gloria, no sólo del alma sino también de nuestro cuerpo…
        María es ese “vaso” vacío de YO para dejarse llenar del Espíritu de Dios; es la llena de gracia (Lc 1,28)
       
        María es Madre de Cristo, pero más todavía, se hace discípula perfecta de Jesús para convertirse en Madre de la Iglesia. Así, la misión de María no concluye en su maternidad divina sino que continúa a través de los siglos para ir formando a los hijos de Dios hasta el final de los tiempos. Así dice el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen Gentium:
        La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios junto con la Encarnación del Verbo divino por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la benéfica Madre del Divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor.
        Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.
        Y esta maternidad de María perdura si cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez asunta a los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.
        Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado, nuestro Redentor; pero así como del sacerdocio de Cristo participan de varias maneras, tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única.
        La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta continuamente y lo recomienda al amor de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador. La Bienaventurada Virgen, por el don y el oficio de la maternidad divina, con que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio; a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre; pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, por obra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, prestando fe sin sombra de duda, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom., 8, 29); a saber: los fieles, a cuya generación y educación coopera con materno amor. (LG 61,62,63)

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