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CATEQUESIS IV: Jesucristo Resucitado y su victoria final

CATEQUESIS IV: Jesucristo Resucitado y su victoria final

21 de Abril de 2015 -
JESUCRISTO RESUCITADO Y SU VICTORIA FINAL
Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
 
 
       La Encarnación del Hijo de Dios llega a plenitud en su Resurrección,  o mejor, en la nuestra.  Por eso, unimos en este tema el artículo “al tercer día resucitó de entre los muertos…” con el último del Símbolo de nuestra Fe, “creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. 
     
       El cuerpo y el alma
       El centro de nuestra Fe cristiana consiste en cómo Dios ha abrazado nuestra vida humana hasta las últimas consecuencias, especialmente lo más pobre y débil que hay en nosotros. Jesús viene a salvarnos enteros, es decir, alma y cuerpo (somos alma y cuerpo unidos).
      Desde el pensamiento antiguo, tanto en la filosofía como en la religión, lo más frágil y vulnerable de lo humano era el cuerpo, lo carnal, frente al alma que es lo más digno y semejante a la divinidad que hay en nosotros.  Por eso, la inmortalidad del espíritu no era difícil admitirla, ahora bien, la resurrección del cuerpo no.
       El desprecio a lo material, a lo sensible, lo que se ve y toca, que se malogra, sufre y muere, fue creciendo progresivamente, de tal manera  que se llegó a entender que la persona es un alma metida en un cuerpo. Recordemos la expresión de Platón, el cuerpo es la cárcel del alma.
       En el judaísmo no se llegó nunca a este punto, pero existía mucha confusión sobre la resurrección, como se refleja en la disputa entre fariseos y saduceos.
      
       A lo largo de la historia queda claro que el cuerpo supone un problema por la existencia del dolor y la muerte. Debido a que somos seres carnales somos capaces de padecer, de experimentar sufrimiento… y eso no gusta. De hecho, en la actualidad, el crecimiento de las corrientes orientales de origen budista tiene que ver con la búsqueda de una vida en la que no haya dolor, o llegar a que el “dolor no duela”. Así entendemos cómo se intenta funcionar más desde la cabeza que desde el corazón… o vivir en las ideas y no en la experiencia, ya que ésta implica nuestros sentimientos.
 
       Esta introducción es importante para comprender en su profundidad el Misterio de la Encarnación, el escándalo de la Resurrección de Cristo y la resurrección de nuestra propia carne.
 
Al tercer día.
       Quizá en alguna ocasión te has preguntado sobre “el tercer día” de la Resurrección, sobre todo, cuando cronológicamente no coinciden 72 horas desde el viernes santo a la noche pascual.
       Es cierto que el “tercer día” incluye viernes, sábado y domingo (3 días), pero la expresión en el Credo tiene un significado más profundo.
El “tercer día” era conocido ya en el mundo judío como un día grande en el que Dios llevará a plenitud su salvación. Así profetizó Oseas:
 
 
Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de Él (Os 6,2).
       Por tanto, cuando en nuestra Fe confesamos la Resurrección de Jesucristo “al tercer día”, estamos afirmando que en Él se han cumplido las antiguas promesas de Dios de restaurar y hacer nuevas todas las cosas.
       El Domingo como primer día de la semana  o séptimo día expresan una verdad semejante. Toda la historia y todos los planes de Dios tienen como punto central la Pascua de Jesucristo sobre todos los enemigos de nuestra alegría.
 
LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
       La resurrección de Jesús no es la reanimación de un cadáver sino la glorificación de su humanidad. En la Pascua, el cuerpo de Cristo queda lleno del Espíritu Santo (proceso que comenzó en su Bautismo en el  río Jordán) y no sujeto a las leyes del espacio y del tiempo. Por tanto, puede estar en varios sitios a la vez (razón que explica su Presencia física en la Eucaristía)  y libre de la caducidad de lo material.
      
       Las llagas que Cristo conserva en sus manos, pies y costado, son la señal que nos confirma que el que estuvo clavado y muerto en la Cruz es el mismo que ahora vive por el poder de Dios.
 
       La Resurrección de Jesús explica que el cristianismo no se centra principalmente en seguir unas normas o una doctrina sino en la relación personal con Cristo, de la que se desprende una nueva forma de vivir. ¡Él está vivo! y por tanto es posible disfrutar de su compañía como la sintieron los Apóstoles y aquellos que convivieron con Él. El Señor permanece en su Iglesia, en los Sacramentos, su Palabra, en el amor de los hermanos, pero de una forma especial y particular en la Eucaristía, donde Él está con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad… Crecer en la amistad con Cristo significa aproximarnos de verdad al Sacramento de su Amor, conocerlo y adorarlo. La Eucaristía es el Sacramento de la Pascua de Cristo y de nuestra propia resurrección, de la vida nueva, como el mismo Jesús ha prometido: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna… (Jn 6, 54). Crecer en la fe en Jesús significa directamente crecer en la fe en el Sacramento de la Eucaristía. 
 
Así nos lo enseña el Señor Resucitado, cuando el gesto que más repite entre sus discípulos es “partir el pan” (Lc 24,35).
 
La Resurrección de Jesús y nuestra propia resurrección.
       Si en la Encarnación Jesús abrazó lo más pobre de nuestra vida para darnos lo mejor de la suya, en su propia Resurrección nos ha mostrado lo que será nuestro final: la glorificación de nuestra carne débil y caduca.
       Cristo ha querido dignificar nuestro cuerpo, convirtiéndolo en morada del Espíritu Santo, Sagrario de su Presencia. Este cuerpo no puede estar sujeto a la desaparición definitiva: el Señor lo ha querido rescatar para que nosotros, que somos alma y cuerpo, gocemos de la resurrección y de la vida para siempre.
       Nadase destruye sino que se transforma, por eso, aunque pasen muchos siglos, algo permanece de nuestro cuerpo. De esa materia Dios tomará para la resurrección final.
      Mientras llega ese momento: ¿qué sucede con el alma después de la muerte, si no puede vivir separada del cuerpo? Aquí hay un misterio muy bello. La materia que sostiene al ser humano hasta la resurrección final es el “Cuerpo místico de Jesucristo”. Las almas de los difuntos dependen de la existencia de Cristo y de su Iglesia. Por eso, donde más cerca estamos de nuestros seres queridos que han partido a la casa del Padre es en la Eucaristía.            Al comulgar a Jesús Sacramentado también nos unimos a todos los que formamos su cuerpo, muy especialmente a los que Él sostiene con su propio Cuerpo hasta la resurrección final. De esta manera, como dice San Pablo, Dios será todo en todos (ICo 15, 28).
       Desde esta fe, las realidades futuras, la vida eterna, se intercomunica aquí en la tierra con nosotros en Jesucristo. Nosotros no esperamos el cielo como algo desconocido, sino que vamos haciendo experiencia del mismo cada vez que nos acercamos a la Eucaristía y se va desarrollando en nosotros el amor de Dios.
 
       Así, nuestra Fe en la Encarnación se completa con la fe en la resurrección de la carne y la vida eterna.
 
Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso
       A los cuarenta días de la resurrección celebramos la subida de Jesús al cielo y su “entronización” a la derecha del Padre.
       La novedad que implica la Ascensión de Jesús es la entrada del “Hombre Jesús” en el cielo, es decir, es la primera vez que un ser humano participa plenamente de la vida de Dios.
       El “sentarse a la derecha” es una expresión bíblica, conocida por los judíos, que significaba recibir una participación en honor, poder y también en la misión.
      Dice el Salmo 109: Oráculo del Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies
       Jesucristo, de esta manera, es el SEÑOR, es decir, el que ha recibido todo el poder para salvar: nosotros no nos salvamos porque seamos buenos o malos sino por la fe en Cristo Jesús, de la que se desprende, como consecuencia, un modo de vida completamente nuevo.
       Esto es muy importante.
       En la vida espiritual ha sido muy frecuente educarnos en “ser mejores”, en “valores” para hacer de nosotros personas de provecho: hay que ser bueno, amable, generoso, piadoso…. Como si todo dependiera de nosotros, y así, recibir premio o castigo por nuestras obras. Pensando así, Jesús queda relativizado y sustituído por nuestro propio yo, de tal manera que sólo los mejores “merecen” el cielo. Los pobres, débiles, imperfectos… quedaríamos fuera de esta vida cuando somos los preferidos de Dios.
       Sin embargo, la salvación se recibe como un regalo en la fe, porque es Jesucristo quien nos salva, no nosotros solos. Nuestra colaboración con la gracia de Dios consiste en un SÍ pleno, de cabeza, corazón y voluntad a Jesucristo, a dejar que Él sea el Señor de nuestra vida. Como expresaba Santa Teresa de Lisieux: nuestra libertad está en aceptar. Jesucristo lleva nuestra vida y se encarga de nosotros. Las obras, por tanto, son la consecuencia de la Fe.
      
       Los cuarenta días desde la Resurrección son el tiempo de las apariciones de Jesús en las que confirma el cumplimiento de sus promesas, en los que fortalece la Fe de sus amigos y les prepara al envío del Espíritu Santo en Pentecostés donde les llevará a la revelación de toda la verdad. Después de esto serán los propios discípulos, hoy nosotros, la Iglesia, los que somos convertidos en Presencia de Jesús Resucitado para que Él siga salvando a aquellos que no le conocen y se extienda por el mundo su Buena Noticia.
 
       Después de la Ascensión es la hora de la Iglesia.
 
El juicio de Dios
       Ya en el Antiguo Testamento nos encontramos en numerosas ocasiones esta verdad del juicio divino, personal y global (juicio particular y juicio final). Jesucristo nos lo muestra en el capítulo 25 de San Mateo, versículos 31 al 46.
       “Juicio” de Dios, en la Escritura, tiene más que ver con la idea de “justificación” que con la justicia retributiva; el Señor juzga para justificar (hacer justos, santos) a sus elegidos.
       Para ello, el Señor tiene que separar la luz de la tiniebla, el pecado de la santidad, el bien del mal… El juicio es una “criba” (“crisis” en griego) de tal manera que Dios vaya haciendo su obra en la historia personal y en la historia del mundo. Este juicio se va haciendo poco a poco en nuestro camino, donde el amor de Dios nos va “purificando” el corazón para asemejarnos a Él.
 
 
                   Así lo explica Jesús en el Evangelio:
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha     creído en el nombre del Hijo único de Dios.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios (Jn 3, 17-21).
 
El juicio final representa la victoria definitiva de Jesucristo sobre todo mal y la implantación definitiva del Reino de Dios.
 

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