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CATEQUESIS VII. Misericordia y Conversión. La Iluminación de la conciencia

CATEQUESIS VII. Misericordia y Conversión. La Iluminación de la conciencia


MISERICORDIA Y CONVERSIÓN
 La iluminación de la conciencia

 El primer paso para vivir intensamente el Sacramento de la Misericordia comienza en la “peregrinación interior” de vuelta al Padre.  Antes de acercarnos al sacerdote es necesario hacer un camino de retorno a Dios, de conversión, para encontrarnos de verdad con el abrazo sanador de la Misericordia divina.
 
            La Iglesia nos enseña, para ayudarnos en la conversión sincera, tres pasos fundamentales:
 
1.Examen de conciencia.
2.Dolor de los pecados.
3. Propósito de enmienda.
 
            Para muchas personas no es fácil hacer el examen de conciencia, bien porque se sienten muy culpables o también porque les cuesta reconocer  qué les separa de Dios y de los demás. Igualmente, el arrepentimiento y el deseo de un cambio suponen una tarea complicada. No sabemos qué hacer o qué pedir… 
            

 
En este tema vamos a intentar, o mejor,
vamos a dejar que el Espíritu Santo
nos muestre el camino
para una auténtica conversión.
De su mano hacemos esta “peregrinación interior”
 hacia el encuentro con el Padre.
 
 
 
           
 
 
1.                Hacer memoria del amor de Dios
            Dejándonos iluminar por la “Parábola del hijo pródigo” la conversión comienza con la memoria de lo bueno y lo bello que el hijo tenía y ha perdido.  ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan…!  Pero… ¿y si no existe un punto de comparación para traer a la memoria? Muchas personas han vivido una vida “desgraciada” donde su pasado no ha sido mejor que el presente. Entonces…
 
            Todas las personas tenemos una brújula de orientación que es el deseo. Tenemos experiencia de que algunas cosas aportan paz, alegría, nos hacen sentir mejor y sin embargo, otras no.  El deseo es el lenguaje de Dios que nos permite discernir entre aquello que nos está sirviendo y en lo que nos hace esclavos. O nos servimos de las cosas o nos hacemos servidores de ellas.
 
            En cada persona, aunque no sea consciente,  está la Presencia del amor de Dios. Por eso, este discernimiento es posible para cualquiera. Para todos, lo que es verdaderamente necesario es escuchar el deseo profundo del corazón; prestar atención a las experiencias de la propia vida y lo que provocan en nosotros. Pero es cierto que, para los que son menos queridos,  el  discernimiento requiere mayor intervención del Espíritu Santo. Más todavía, es difícil que puedan recapacitar si en algún momento no les entra por los sentidos la experiencia de un amor auténtico con el que comparar su situación actual. Antes o después, necesitarán escuchar que Dios les ama, que les ha amado siempre, que su vida es querida, porque más allá de sus padres o de las personas que les han rodeado ha existido Uno que sí les ha deseado y que, por tanto, en su origen está el amor… el amor de un Dios bueno que les ha llamado a la vida.
 
            Por tanto, en el comienzo de toda conversión está la noticia del Amor gratuíto, incondicional y misericordioso del Padre.  Desde aquí podemos caer en la cuenta de dónde estamos, de quién somos, y levantarnos para hacer una peregrinación real hacia el encuentro con el perdón y la sanación de Dios. El amor es lo que despierta en el corazón el deseo de la belleza, de lo que es bonito, de las grandes aspiraciones en la vida, de la alegría, de la paz… de la santidad auténtica.
 
2.                El Espíritu Santo nos convence del pecado
            Dice Jesús: Cuando venga el Espíritu convencerá al mundo de pecado (Jn 16,8) ¿Qué quiere decir esto?  Que la memoria del amor de Dios, cuando es sincera, trae en consecuencia el caer en la cuenta de la “distancia” entre lo que nos gustaría vivir y ser, y lo que vivimos y somos. Este “caer en la cuenta” no es, en ningún modo, encerrarnos en el sentimiento de culpa sino el “avivamiento del deseo”, que se expresa incluso con lágrimas, en lo que de verdad queremos ser y vivir. Es entonces cuando sentimos el peso de nuestros pecados y lo que nos separan de la verdadera alegría, pero rodeados de la compasión y la ternura de Dios. En definitiva, es el Espíritu de Dios, su amor, el que nos convence… y esto tiene más que ver con un Fuego que es luz y calor que con un “látigo castigador”.
 
 
3.                La conciencia iluminada por la Palabra de Dios
            Distinguir qué es pecado no se hace desde la subjetividad (lo que pienso o lo que siento) sino desde la escucha de la Palabra de Dios. Es el Padre quien nos enseña a reconocer lo que en el fondo llevamos escrito cada uno de nosotros.
            Profundizar sobre los Mandamientos, los pecados capitales y las Bienaventuranzas de Jesús nos ayudan a entrar dentro de nosotros mismos y descubrir lo que nos ata y nos separa de la verdadera vida.
            El examen de conciencia no es hacer una “lista de pecados” como el que va a la compra, sino adentrarnos, caminar hacia las raíces de aquello que hemos elegido para llenarnos, y sin embargo, nos ha dejado más vacíos.
 
            Por ejemplo… no basta con reconocer “rezo poco” sino “¿por qué rezo poco?”. El Espíritu te llevará a la raíz que puede ser falta de confianza en Dios, materialismo o autosuficiencia.
 
            “He dicho cinco mentiras”… Vale. Pero ahora…”¿por qué recurrir a la mentira?” El Señor te descubrirá que tienes miedo al qué dirán, que construyes tu vida sobre lo que digan o piensen los demás…
 
            También hay que evitar la neurosis de la introspección: “¿por qué…por qué… por qué…?
El conocernos a nosotros mismos lo va regalando, poco a poco, el Espíritu de Dios. No podemos caer en el error de “rebuscar” dentro de nosotros mismos con el peligro de ahogarnos en nuestro propio yo.
 
            En oración y con sencillez, el Espíritu Santo va haciendo su labor sanadora e iluminadora en nuestra conciencia, con paciencia y a su tiempo.
 
 
4.                Me pondré en camino adonde está mi Padre…
            El propósito de enmienda surge de forma natural en el  que saborea lo bueno que es el Señor.
            En primer lugar surge la necesidad del cambio: “necesito cambiar”. El Espíritu Santo purifica haciéndonos sentir las consecuencias del pecado… ¡¡¡acabamos hartos de pasarlo mal!!!  Como el hijo de la parábola, nos damos cuenta de que un determinado tipo de conducta nos deja con hambre, nos hace daño, sin sentido, ansiosos… ¡estamos perdiendo demasiado!
            Desde ahí nace la necesidad de ponernos en camino hacia un cambio auténtico que surge del fondo de nuestro corazón.
 
            De la necesidad brota el querer: “quiero cambiar”. Nuestra voluntad, movida por el deseo, nos empuja a dejar atrás lo que nos hace daño y dar pasos nuevos, actitudes nuevas, comportamientos nuevos. Sentimos un rechazo auténtico a una forma de ser que no nos ha dejado más que dolor y que ya no nos identificamos con ella.
 
            Pero… ¡atención! La conversión verdadera no es un perfeccionismo moral (ahora soy mejor que antes) sino un camino hacia el Padre. El Espíritu Santo nos ayuda a dejar aquello que nos separa de Dios para elegir aquello que nos une a Él.
 
            Cuando el cambio lo queremos sólo por un rechazo de nosotros mismos (no me gusta como soy) normalmente lleva a tensiones y a juicios sobre los demás. Pero, cuando deseo cambiar porque busco a Dios, llenarme de su amor… entonces hay paz y alegría… el corazón se ensancha.
 
            Nos ponemos en camino no para engordar el propio yo sino en camino hacia el Padre.
 
           
 
           
 

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